martes, 11 de febrero de 2014

El procedimiento legislativo ordinario.



El procedimiento legislativo ordinario es aquél por el que se aprueban la mayoría de los denominados actos legislativos de la Unión Europea en muy numerosos ámbitos (mercado interior, política social, medio ambiente…).

Generalmente, este procedimiento se inicia con una iniciativa de la Comisión. Sin embargo, en los casos previstos expresamente por los Tratados, también puede iniciarse a propuesta de los Estados miembros, del Parlamento Europeo, del Banco Central Europeo, del Banco Europeo de Inversiones y del Tribunal de Justicia, además de la iniciativa legislativa europea, a la que me referí en un post anterior.

Desde la entrada en vigor del Tratado de Maastricht, y a excepción de los supuestos en los que los Tratados exigen la unanimidad, los actos legislativos de la Unión Europea deben aprobarse por mayoría del Parlamento Europeo y por mayoría cualificada del Consejo, siendo este reforzamiento de las funciones legislativas del Parlamento Europeo una consecuencia del intento de garantizar la legitimidad democrática de las normas de la Unión.

Se trata de un complejo procedimiento en el que pueden diferenciarse las siguientes fases:

1. PRIMERA LECTURA.

La Comisión envía su propuesta simultáneamente al Consejo y al Parlamento Europeo, que adoptarán su posición en la primera lectura. También la envía al Comité de las Regiones y al Comité Económico y Social, para que emitan su correspondiente dictamen, y a los parlamentos nacionales, los cuales, en caso de entender que no se respeta el principio de subsidiariedad, enviarán un informe a la Comisión para que ésta reexamine su propuesta.

En lo que respecta al Parlamento Europeo, cabe que apruebe, por mayoría de los votos emitidos en pleno, la propuesta de la Comisión, o que introduzca enmiendas a la misma, no estando sujeto a ningún plazo para emitir su posición en la primera lectura. Una vez adoptada dicha posición, la enviará al Consejo.

En cuanto al Consejo, mientras el COREPER (Comité de Representantes Permanentes) prepara la posición de esta institución, les llega la elaborada por el Parlamento. A partir de ambas, el Consejo delibera y adopta alguna de las dos siguientes opciones: aprobar la posición del Parlamento Europeo (por mayoría cualificada los preceptos no modificados por dicho Parlamento y por unanimidad las enmiendas que introdujo), en cuyo caso el acto legislativo quedaría aprobado de manera definitiva, o no aprobar la posición del Parlamento e introducir sus propias enmiendas. En este caso, se pasaría a una segunda fase.

2. SEGUNDA LECTURA.

A diferencia de la fase anterior, en ésta el Parlamento Europeo y el Consejo cuentan, para la adopción de su posición, con un plazo de tres meses, ampliable un mes más siempre que lo pidan conjuntamente ambas instituciones.

El Parlamento recibirá, por parte del Consejo, un informe con los motivos que motivaron la inclusión de sus enmiendas. Ante la posición del Consejo, el Parlamento puede:

  • Aprobar la posición del Consejo, ya sea por mayoría de los votos emitidos o por silencio al no adoptar ninguna decisión. En este caso, se considera que el acto fue aprobado por el Consejo en primera vuelta.
  • Rechazar, por mayoría, la posición del Consejo. Esto supone la no aprobación del acto legislativo, que será devuelto a la Comisión, la cual podrá iniciar de nuevo el procedimiento presentando una nueva iniciativa.
  • Proponer enmiendas, por mayoría de los miembros que lo componen. Se precisa entonces un dictamen, que puede ser positivo o negativo, sobre dichas enmiendas por parte de la Comisión. Una vez obtenido, se envían las enmiendas al Consejo.

Ante estas nuevas enmiendas y el dictamen de la Comisión, el Consejo puede aprobarlas (por mayoría cualificada las que obtuvieron la conformidad de la Comisión y por unanimidad las restantes), en cuyo caso queda aprobado el acto legislativo, o no aprobar todas las enmiendas presentadas por el Parlamento. En este último caso, el presidente del Consejo convocará al Comité de Conciliación, un órgano mixto compuesto por representantes de ambas instituciones.

Si dicho Comité no llega a un acuerdo sobre un texto conjunto no se aprobará el acto legislativo y se devolverá a la Comisión. Si se llega a un acuerdo se pasa a la tercera y última fase.

3. TERCERA LECTURA EN CASO DE ACUERDO EN EL COMITÉ DE CONCILIACIÓN.

El texto conjunto adoptado por el Comité de Conciliación debe ser confirmado en un plazo de seis semanas, prorrogables en otras dos, por mayoría cualificada del Consejo y por mayoría de los votos emitidos en el Parlamento. Una vez aprobado, se firmará tanto por el presidente del Parlamento Europeo como por el del Consejo y se publicará en el DOUE.

viernes, 7 de febrero de 2014

Un breve repaso a los principios de la UE.



El Tratado de Lisboa por el que se modifican el Tratado de la Unión Europea y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea recoge una serie de principios, varios de los cuales, han formado parte tradicionalmente del ordenamiento jurídico de la UE. En este breve post voy a analizar de una manera sucinta estos principios y la manera en la que se encuentran regulados en la actualidad.


El principio de apertura aparece consagrado como tal por primera vez en el artículo 15 del Tratado de Lisboa. Anteriormente, el artículo 255 TCE ya recogía el derecho de toda persona física o jurídica que residiera o tuviese su domicilio social en un Estado miembro a acceder a los documentos del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión, pero no hacía ninguna alusión al término de principio de apertura. El actual Tratado de Lisboa extiende este derecho a los documentos de todas las instituciones, órganos y organismos de la Unión. Además, establece que deben ser públicas las sesiones del Parlamento Europeo y aquellas sesiones del Consejo en las que éste delibere y vote sobre un proyecto de acto legislativo.


Tal y como ha puesto de relieve Söderman, se trata de un nuevo derecho fundamental a la buena administración que contribuye a la apertura a una nueva fase en la evolución de una Unión Europea más próxima a sus ciudadanos, pues trae consigo una reforma de la administración de la UE que la acerca a los particulares.


El principio del respeto a los derechos fundamentales se reconoció expresamente por primera vez en el Tratado de Maastricht, si bien ya desde 1974 se imponía a las Instituciones europeas la obligación de que sus actos respetaran, so pena de nulidad, dichos derechos. Este principio tiene una doble dimensión:


Por un lado, una dimensión interna, puesto que, desde el Tratado de Amsterdam, es una exigencia para poder permanecer en la Unión Europea, pudiendo sancionarse a aquel Estado miembro que viole gravemente alguno de estos derechos fundamentales (artículo 7 TUE).


Y, por otro lado, una dimensión externa, dado que es una exigencia para cualquier Estado que desee unirse a la Unión Europea (artículo 49 TUE), además de deber tenerse en cuenta en las relaciones convencionales, económicas y comerciales de ésta con terceros Estados (artículo 3.5 TUE).


Desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, la Unión Europea cuenta con una Carta de los Derechos Fundamentales jurídicamente vinculante. En su artículo 6.1 dispone: "La Unión reconoce los derechos, libertades y principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea […], la cual tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados".  

Este precepto supone una gran novedad ya que, tras los intentos fallidos del Tratado de Niza y del proyecto constitucional, otorga a la Carta el mismo valor jurídico que a los Tratados, confiriéndola de este modo un valor obligatorio para todos los Estados miembros, con la excepción del Reino Unido y Polonia (Protocolo nº 4). 

Sin embargo, puede objetarse que el Tratado de Lisboa no anexa el texto de la Carta, sino que su incorporación al Derecho originario se produce por una remisión del artículo 6.1, lo que muestra el temor de caer en una total constitucionalización del Tratado y lo que esto supondría.


El Tratado de Lisboa, en su artículo 4.2, introduce por primera vez expresamente el principio de igualdad de los Estados miembros, si bien ya aparecía de un modo implícito desde los inicios de las Comunidades Europeas. Esta igualdad trae como consecuencia que todos los Estados miembros tienen los mismos derechos y ceden la misma parte de su soberanía por el mero hecho de formar parte de la Unión Europea.



Sin embargo, este principio de igualdad no se da totalmente en el ámbito institucional, dado que la manera en la que contribuyen en la toma de decisiones en las diferentes instituciones comunitarias varía en función del Estado miembro de que se trate.


Relacionado con el principio de igualdad se halla el principio del respeto a la identidad nacional de los Estados miembros, también recogido en el artículo 4.2 del Tratado de Lisboa, de una manera mucho más detallada que en la versión de Maastricht, donde se limitaba a señalar que "la Unión respetará la identidad nacional de sus Estados miembros" (artículo 6.3). Este principio era una consecuencia del temor de los propios Estados miembros a renunciar a su identidad y soberanía en favor de la Unión Europea.


El respeto a la identidad nacional es esencial, ya que los Estados miembros al adherirse a la Unión Europea no se disuelven en la misma, sino que se integran con sus particularidades nacionales propias, y es ahí donde radican la originalidad y fortaleza de la propia Unión Europea.


No obstante, este respeto tiene un límite: el origen de los gobiernos de los Estados miembros ha de ser democrático y deben ser verdaderos Estados de Derecho. Además, están obligados a cumplir y a hacer cumplir los derechos fundamentales dentro de sus fronteras.


El principio de cooperación leal, ampliamente desarrollado por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, ha estado siempre presente desde la creación de las Comunidades Europeas. En la actualidad, aparece recogido en el artículo 4.3 TUE, cuya redacción no difiere mucho de la de otras organizaciones internacionales.


Ha sido por primera vez expresamente incorporado al sistema de la Unión Europea por el Tratado de Lisboa, ya que hasta entonces, sólo venía recogido en el plano vertical, es decir, en el ámbito de las relaciones de la hasta entonces Comunidad Europea con los Estados miembros, y viceversa.
 

Prueba de ello, es una sentencia del Tribunal de Justicia (asunto Grecia c. Consejo, 1988) en la que declaró que "en el marco de este diálogo prevalecen los mismos deberes de cooperación leal que, como el Tribunal de Justicia ha admitido, rigen las relaciones entre los Estados miembros y las Instituciones comunitarias".


La cooperación entre las instituciones europeas es básica, ya que la Unión Europea posee un sistema de pesos y contrapesos (el sistema "check and balance") mediante el cual no cabe pensar un acto de la Unión sin que exista una estrecha colaboración entre el Parlamento Europeo, la Comisión y el Consejo (el denominado, triálogo). Este sistema no deja en manos de una persona ni de una institución la responsabilidad de una decisión determinada y reparte el poder entre varias instituciones.


El principio de solidaridad aparece enunciado en el artículo 1 TUE y desarrollado en el artículo 222 TFUE. Se trata de un principio político, pero no de un principio jurídico, por lo que no puede invocarse para cuestionar la legalidad de una norma de la UE. A pesar de ello, se trata de un principio fundamental para garantizar el orden duradero de la Unión Europea.


José Martín y Pérez de Nanclares definió el principio de atribución como "la clave de bóveda sobre la que se asienta el edificio competencial de la Unión". Regulado en los artículos 4.1 y 5.2 TUE, este principio ya aparecía recogido en el artículo 5 TCE. La principal novedad de la actual redacción de este principio se encuentra en que se refuerzan las competencias de los Estados miembros, al señalarse, en ambos preceptos, que les corresponden a estos todas las competencias no atribuidas a la Unión por ellos en los Tratados. 


En base a este principio, por lo tanto, la Unión Europea sólo puede actuar dentro de los límites de las competencias que los propios Estados miembros le han atribuido, sin que pueda autoatribuirse competencia alguna.


En cualquier caso, se prevé la posibilidad de que la Unión pueda actuar, en el ámbito de las políticas definidas en los Tratados y si se considera indispensable, con el fin de alcanzar alguno de los objetivos fijados en los mismos, aunque no se hubiese previsto expresamente dichos poderes de actuación. Es el denominado principio de flexibilidad, regulado en el artículo 352 TFUE, cuya redacción coincide prácticamente con la del antiguo artículo 308 TCE, desapareciendo únicamente toda referencia al Mercado Común.


Continuando con el tema de las competencias, el principio de subsidiariedad, aunque no aparece regulado expresamente hasta el Tratado de Maastricht, ya estaba presente en los propios Tratados fundacionales y en el Acta Única Europea, si bien en esta última restringido al ámbito de la política medioambiental.


En el Tratado de Lisboa se introducen dos novedades. Por un lado, en el párrafo primero del artículo 5.3 TUE, se señala que la Unión sólo va a intervenir cuando los objetivos de la acción pretendida no se puedan alcanzar de manera suficiente por los Estados miembros, ni a nivel central ni a nivel regional y local. Y, por otro lado, en el párrafo segundo del mencionado artículo, se prevé el desarrollo de este principio en un Protocolo.


A diferencia del principio de subsidiariedad, que rige sólo respecto a las competencias no exclusivas de la Unión, el principio de proporcionalidad, regulado en el artículo 5.4 TUE y desarrollado también en el mismo Protocolo, rige respecto a todas. 


Al igual que el principio de subsidiariedad, tampoco fue expresamente recogido en los Tratados hasta Maastricht, apareciendo hasta entonces en numerosas sentencias del Tribunal de Justicia. En base a este principio, ninguna acción de la Unión puede excederse de lo necesario para alcanzar los objetivos del Tratado. 


Por último y relacionado con los dos principios anteriores, el principio de suficiencia de medios, regulado tras la modificación de Lisboa en el artículo 3.6 TUE y anteriormente en el artículo F.3 del Tratado de Maastricht, expresa el compromiso de la Unión Europea y de los Estados miembros en realizar todo lo posible para el cumplimiento de los objetivos de los Tratados. La nueva redacción de este principio no supone ninguna gran novedad con respecto a la precedente.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El efecto directo de las directivas II



EL EFECTO DIRECTO VERTICAL DE LAS DIRECTIVAS

En lo que respecta al efecto directo vertical de las directivas, esto es, a la posibilidad que tienen los particulares de poder invocar sus disposiciones respecto de un Estado miembro, hay que comenzar precisando qué se entiende por Estado y por particular.

La noción de Estado hay que entenderla en un sentido amplio, es decir, abarca todas las administraciones públicas, ya sean de ámbito estatal, autonómico, provincial, local o institucional, siendo independiente si el Estado actúa como un ente público o privado. Así lo puso de manifiesto el Tribunal de Justicia, en su sentencia Marshall (1986) al señalar que los particulares "pueden invocar una directiva contra el Estado, cualquiera que sea la calidad en que éste actúe".

El concepto de particular también debe entenderse en un sentido amplio, llegando incluso el Tribunal de Justicia a aceptar que un Ayuntamiento invocara una directiva frente al poder central en calidad de particular (sentencia Comune di Carpaneto, 1989).

No hay que olvidar que en todos los casos se está hablando de la posibilidad de que un particular invoque las disposiciones una directiva frente al Estado, ya que no existe el "efecto directo vertical inverso", es decir, la directiva no puede ser invocada contra un particular. Así lo ha expresado reiteradamente el Tribunal de Justicia, al entender que una directiva no transpuesta en el ordenamiento jurídico interno no puede imponer obligaciones a los particulares, ni respecto de otros particulares (relaciones horizontales) ni respecto del Estado (relaciones verticales).

El mismo Tribunal tuvo que enfrentarse por primera vez al problema de la responsabilidad de los Estados miembros frente a los ciudadanos por incumplimiento de sus obligaciones en la sentencia Francovich y Bonifaci (1991). Una vez reconocido el efecto directo de la directiva, señaló tres requisitos que debían cumplirse para poder reconocer la responsabilidad de los Estados y el consiguiente derecho de indemnización de los justiciables, a saber:


  • -        Que de la directiva se deriven derechos a favor de los particulares. Este requisito, relacionado con el efecto directo de la directiva, implica que la misma atribuya verdaderos derechos a los justiciables, no bastando con que se trate de intereses o legítimas expectativas.


  • -        Que el contenido de estos derechos sea preciso, esto es, que se pueda deducir claramente de las disposiciones de la directiva. Por lo tanto, una directiva imprecisa o condicional difícilmente dará lugar a responsabilidad del Estado.


  • -        Que exista una relación de causalidad entre el incumplimiento de la obligación por parte del Estado y el daño sufrido por los justiciables.


Dos años después, en la sentencia Wagner Miret, el Tribunal dispuso que "el derecho a la reparación constituye el corolario necesario del efecto directo reconocido a las disposiciones comunitarias cuya infracción ha dado lugar al daño causado".

En consecuencia, en virtud del efecto directo de las directivas, los Estados miembros están obligados a aplicarlas en su ordenamiento jurídico interno, asumiendo la responsabilidad, ante las Instituciones de la UE e incluso ante una hipotética invocación por parte de sus nacionales, en caso de falta o una mala transposición de las mismas.

EL EFECTO DIRECTO HORIZONTAL DE LAS DIRECTIVAS

En el supuesto de las relaciones horizontales, es decir, entre particulares, el Tribunal de Justicia señaló, en la sentencia Marshall (1986), que no se pueden alegar los derechos u obligaciones que se deriven de una directiva que no hubiese sido transpuesta o que hubiese sido transpuesta de manera incorrecta en el ordenamiento jurídico interno.

Se han utilizado varios argumentos para defender la exclusividad del efecto directo vertical de las directivas, a saber:


  • -        Si se admitiese el efecto directo horizontal se difuminaría la distinción entre el reglamento y la directiva.


  • -        La directiva se configura como un acto legislativo llevado a cabo en dos etapas: en la primera se dirige al Estado destinatario obligado a la transposición, y una vez cumplido este trámite, despliega su potencial normativo en todo tipo de litigios, ya sean públicos o privados. Pero en el caso de no haber sido transpuesta, los particulares sólo pueden invocar los derechos que se deriven de ella frente al Estado.


  • -        La directiva se caracteriza por otorgar al Estado un margen de apreciación para la realización de los objetivos contenidos en ella. Si se reconociera el efecto directo horizontal se privaría a dicho Estado de tal capacidad adaptatoria.


  • -        Si se reconociera el efecto directo horizontal de la directiva se estaría creando una situación de indefensión respecto de aquellos particulares frente a los que se invoca y que, confiados en la conducta omisiva del Estado, no hubiesen adaptado aún su forma de actuar al contenido de dicha directiva.


A pesar de todos estos argumentos doctrinales, "no parece de recibo que los justiciables estén sujetos a normas diferentes según mantengan relaciones jurídicas con una entidad vinculada al Estado o con un particular"[1], dado que esto crearía una situación de discriminación para los particulares.

Al respecto, el Abogado General Sir Gordon Slynn afirmó que esta situación de discriminación terminaría en el momento en que el Estado transpusiera la directiva a su reglamento jurídico interno, ya que, a partir de ese momento, la directiva desplegaría los efectos jurídicos que estaba llamada a producir y, por lo tanto, podría ser invocada en todo tipo de relaciones jurídicas.

Además de esta situación de discriminación entre particulares de un mismo Estado, la falta de reconocimiento del efecto directo horizontal de las directivas también podría lugar a una discriminación externa de los ciudadanos de diferentes Estados miembros, en función de si su Estado hubiese transpuesto o no la directiva en cuestión, lo que atentaría contra el principio de aplicación uniforme del Derecho de la UE.
           
Tan sólo en los últimos años el Tribunal de Justicia ha empezado a reconocer la eficacia horizontal de las directivas, al imponerles a los órganos jurisdiccionales nacionales la obligación de interpretar el Derecho nacional aplicable de la manera más acorde posible con el contenido de las directivas no transpuestas.

En cualquier caso, sí que ha habido supuestos en los que se ha aplicado una directiva, aunque fuera de una manera indirecta, a las relaciones entre particulares. Así, por ejemplo, el Abogado General del asunto Acerías Busseni admitió que el Tribunal de Justicia, en las sentencias Gebroeders Beentjes y Costanzo, aceptó implícitamente que de una directiva incorrectamente transpuesta podían generarse consecuencias negativas para los particulares, si bien, el mismo Abogado General continuó afirmando que el reconocimiento de dichas consecuencias desfavorables no implicaba que la directiva hubiese sido directamente aplicada respecto de los particulares, ya que el Estado no se puede desentender del contenido de una directiva cuando hay elementos de Derecho Público.

En esos casos, por tanto, no existió una invocabilidad respecto de o contra particulares, sino contra el poder público, que es el que debe adjudicar un contrato público o declarar su nulidad. Sin embargo, el juez sí que aplicó la directiva, exigiendo su cumplimiento de una manera directa a la autoridad que interviene en su aplicación, y de una manera indirecta a los particulares intervinientes en la relación jurídica.

Esto no ocurre únicamente en las directivas sobre contratos públicos, sino también en otras relativas al derecho de sociedades, seguros, medio ambiente… en las que los particulares se benefician de una aplicación indirecta de las mismas mediante su aplicación directa a las autoridades públicas.

El Tribunal de Justicia, a la hora de reconocer los efectos indirectos de una directiva respecto a los particulares, afirmó en la sentencia Wells (2004) que "las repercusiones negativas sobre los derechos de terceros, incluso si pueden preverse con seguridad, no justifican que no se niegue a un particular la posibilidad invocar las disposiciones de una directiva contra un Estado miembro", y en la sentencia Arcor y otros (2008) que no puede considerarse que "la supresión de ventajas constituya una obligación que incumbe a un tercero en virtud de las directivas invocadas ante el órgano jurisdiccional".

En definitiva, el Tribunal de Justicia no ha tenido ningún reparo en aceptar el efecto directo vertical de las directivas. Sin embargo, en lo que respecta al efecto directo horizontal, se les niega a los particulares la posibilidad de invocar una directiva no transpuesta o transpuesta de una manera inadecuada en el ordenamiento jurídico de su Estado miembro, si bien hay casos en los que se pueden beneficiar de una aplicación indirecta de las mismas.

Por otra parte, no hay que olvidar que el juez nacional debe interpretar el Derecho nacional de la forma más compatible posible con la directiva aún no transpuesta y que el legislador debe abstenerse de promulgar todo tipo de normas incompatibles con las directivas europeas desde el momento en que hubiese sido notificado de las mismas, sin necesidad de que éstas ya hubiesen sido transpuestas.


[1] LUNAS DÍAZ María José. El efecto directo horizontal de las Directivas y la responsabilidad del Estado por violación del Derecho comunitario en un supuesto de crédito al consumo. A propósito de la STJCE de 7 de marzo de 1996. La Ley - Unión Europea, nº 4222, 5 febrero 1997, pág. 2.